BLOG DE ADA VALERO
Relatos, reflexiones, artículos de opinión, citas, imágenes que valen más que mil palabras, palabras que valen más que mil imágenes, música y músicos, películas, libros... Todo lo que me gusta compartir. Desde este Rincón a vuestros rincones.

jueves, 18 de febrero de 2010

Sesión golfa



(Ejercicio del taller: juego con palabras: El profesor propone una frase y hay que combinar las palabras o modificarlas con diversas técnicas de modo que den lugar a una frase nueva que dé pie a un relato.
La frase propuesta: "Apareció en ese instante en la televisión la primera imagen que los astrofísicos habían logrado captar de la materia oscura."
Mi frase resultante: "¿Quién dice que el físico no importa? En el instante en que el astro rey desapareció en el cielo y en la sala oscura captó la primera visión de ella, entraron en materia y poco después ya gemían.")

RELATO:

La sesión golfa en los multicines del centro comercial quizás no fuera el lugar ideal para buscarse plan, pero yo funciono a menudo por asociación de ideas y la palabra golfa se ajustaba como anillo al dedo a mis pretensiones nocturnas. En época de vacas flacas, siempre temo a la noche de los sábados: por donde pasees la mirada, felices parejas alargando los preliminares; no hay prisa, tal vez no sepan muy bien dónde, pero sí cómo va a acabar su fiebre del sábado noche.
Mis noches de sábado últimamente andaban de capa caída. Del famoso título sólo coincidía aquello de la fiebre, adecuado eufemismo para el calentón que me nubla las ideas cuando empieza a oscurecer y en la tele sólo puedes escoger entre Informe Semanal y Salsa Rosa. ¿Dónde están las golfas cuando se las necesita? Ya saben a qué me refiero, y seguro que coincidirán conmigo en que dentro de la variada tipología femenina, la especie golfa ofrece innumerables ventajas: impagable el ahorro en pesadas ceremonias de conquista. La vida es demasiado corta para andarse por las ramas y en estos empeños más que nunca el tiempo es oro. Qué alegría toparse con uno de estos raros ejemplares... No me negarán que a la golfa se la reconoce enseguida: hay una sensación como de hermandad, el objetivo compartido asoma en cierto aire socarrón en los ojos. La golfa no necesita recurrir al coqueteo, le basta un par de miradas para encontrar a un compañero de faena o para ser encontrada.
Pero últimamente o no abundan o uno ha perdido encantos. En el garito de turno las miradas se han convertido en verdaderas radiografías. Tanta cautela y tanto estudio preliminar para acabar donde siempre se acaba, pero con el fastidioso añadido de la soga al cuello... Es una auténtica plaga; yo la llamo la especie cazadora: como des apto en la radiografía, tienes hembra hasta en la sopa, y de eso nada, lo que uno busca es una buena noche de sábado, bien febril y ante todo efímera: que no haya que regalar el oído ni ponerse profundo. No hay nada más simple: un polvo feliz y adiós muy buenas, un placer haberla conocido.
Y sin embargo, todavía a veces la fortuna le sonríe a uno. My blueberry nights en la sesión golfa del centro comercial. Apareció segundos antes de que se apagaran las luces: el físico adecuado y ese rastro de socarronería en los ojos cuando me descubrió en la sala semivacía, solo y casi hundido en la butaca. Los siguientes quince pasos los dio sin apartar sus ojos de los míos y cuando llegó a mi lado, la sonrisa también se dibujaba ya en sus labios. Y ahí estaba, por fin, esa feliz sensación de hermandad y la certeza de que días después tendría que bajarme de Internet la película, de la que sólo recuerdo la banda sonora, poniendo fondo musical a nuestra fiebre.

sábado, 13 de febrero de 2010

Daniela

Hasta hace unos días, yo era un narrador omnisciente en busca de una historia. Vivo atento a mi entorno, tengo un oído ejercitado en el arte de cazar fragmentos prometedores de conversaciones mediocres y la habilidad de diseccionar miradas o capturar gestos fugaces. Colecciono anécdotas que sueñan con ser tramas y rostros aspirantes a personajes, preferentemente protagonistas. Durante el día administro mis archivos con eficiencia y dedicación, yo diría que incluso derrochando ese mimo por el detalle que distingue a los narradores omniscientes, y espero la llegada del anochecer para escribir, convencido de que sólo en la penumbra se iluminan las historias.
Sin embargo Daniela, desde su escritorio en la recepción de la biblioteca adonde fui hace unos días a documentarme, lo ha traspapelado todo: los rizos anaranjados de su pelo parecen haber prendido fuego en mis archivos, donde ya todas las caras tienen sus rasgos y todas las tramas conducen hasta su mesa. La omnisciencia se me ha enredado en la flor rosa de croché que despeja de rizos su frente y ando ciego para todo lo que no sea su sonrisa, a tientas por entre las puertas cerradas de su interior.
Desde entonces vengo todos los días a esta biblioteca donde trabaja, en el último turno. Llega a las ocho y entonces parece que el neón de la sala adopta sus colores, agravando felizmente mi ceguera. Los estudiantes la saludan joviales, no tardarán en rodearla con sus peticiones y demandas, alargando la proximidad de su sonrisa o de sus ojos atentos con preguntas que los delatan, de puro retóricas. Podrían ser los secundarios de la historia que se me niega porque se me resiste la protagonista. Con ellos pongo a prueba mis viejas habilidades e intento recomponer mi archivo, lleno ahora de las frases que intercambian con Daniela y de las efusiones que ella les regala. Por ellas sé que Daniela es dada al halago de las palabras. A veces me abre alguna puerta más por la que asoman los libros que lee o las imágenes en las que se recrea. Por ellos sé que Daniela es aficionada a le lectura y a las artes plásticas. Lo demás, es materia oscura.
Este último fin de semana me torturó la ignorancia y me entretuve en idear modos de acercarme a su mesa y enredarla en una conversación que me devolviera la clarividencia perdida. Las horas que me separaban de la cita diaria a las ocho las dediqué a armarme de valor y de pretextos, pero el lunes y el martes pasaron de largo sin que el valor me asistiera.
Esta noche por fin me he acercado a su mesa, sosteniéndome en un libro descatalogado en el que mis manos temblorosas habrán dejado la huella de una presión singular. Blandiéndolo como si fuera más escudo que pretexto, apenas he podido iniciar mi frase: Daniela, pasando una mano por mi brazo, se ha levantado, "Disculpa un segundo, príncipe, enseguida estoy contigo", me ha dicho, y ha desaparecido entre las estanterías, dejando la sala sumida en la hiriente luminosidad del neón. Mientras esperaba su regreso, he estudiado los objetos que llenan su mesa hasta dar con un cuaderno abierto en el que estaban escritas en letras rojas las palabras que han dado al traste con mi vocación de narrador omnisciente: "A veces es difícil ser y lo que hay no siempre es lo que es y lo que es no es siempre lo que ves."
De vuelta en mi mesa, he decidido que no me importa la voz que escribe, mientras escriba de Daniela.

viernes, 12 de febrero de 2010

Azoteas de esperanza


Premio World Press Photo 2009

lunes, 8 de febrero de 2010

IDEAL, de Joan Margarit


Sombra amable: he esperado a que surgieses
desde el espejo de mis ojos,
y te he sentido cerca, en el balcón,
las noches de verano.
En los largos silencios es donde tú te enciendes,
como una luz de cal en pobres muros,
y en el presentimiento de otro mar
tras el mosaico azul del horizonte.
He puesto rosas rojas en el umbral
de esta casa vacía donde he estado esperándote
con vestidos de fiesta en la penumbra
sin saber quién eres, ni si vendrás nunca.

sábado, 6 de febrero de 2010

La mejor tumba es Sophie


(Ejercicio del taller con el surrealismo: el título resulta de un juego de palabras cazadas al azar; a partir de él, deben brotar las imágenes)

Hace semanas que me desvelo. Suele ser alrededor de la misma hora, de madrugada. Una sensación extraña... Nada de duermevela, es como si alguien chasquease los dedos a mi lado. Entonces, abro los ojos, repentinamente, recobrando una conciencia muy lúcida de mi entorno. Los ojos como platos y la conciencia alerta, eso es.
La culpa es de Sophie. Todo yo soy culpa de Sophie. Yo quiere decir este yo: este yo que se desvela cada madrugada y luego recorre el mundo como un sonámbulo aturdido; este yo de ojos y hombros hundidos... Demasiadas imágenes en la memoria, entre sábana y sábana. Seguro que son ellas, las imágenes, las que chasquean los dedos: nada de soñar, mamarracho, me dicen, abre los ojos y afronta... Chúpate esta: la oscuridad, la soledad en esta cama enorme, afróntalo, míralo bien, siéntelo bien, el frío, el vacío, el deseo partido en dos, apúralo aquí y ahora, tú solito... nada de dejarte otra vez en reserva la letanía de lamentos con que tienes aburridos a tus amigos, ¿que no ves que te rehuyen, que cambian de acera cada vez que te ven venir a lo lejos? Apechuga, mamarracho, me gritan las imágenes, hártate de mirarnos, eso me dicen, pero yo no me harto, ¿cómo me voy a hartar si me la devuelven entera y mía? Sophie metiéndoseme en la bañera, riendo... ¡Dios!, la risa de Sophie, (¿cómo era aquello de Neruda...? Lo de la risa que cae como un halcón desde una brusca torre...), eso es, Cotazos dice que tu risa cae..., la risa de Sophie; Sophie probando algo de mi cuchara, su boca, sus labios; Sophie en pijama, despeinada; Sophie en mi casa, en mi sofá, en mi cama... Y ahora en mi cabeza, en mi vigilia, en la urgencia que se me desboca por las manos, en las ganas de suplicar que vuelva, por Dios, que vuelva... ¿Cómo voy a hartarme de mirarla?
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Tengo sueño, Sophie... Ven, acuéstate aquí. ¿Te acuerdas cuando te acurrucabas por detrás, adhiriendo tu cuerpo a mi espalda? Ronroneabas plácida, vencida por el sueño, y a mí apenas me quedaba voz para susurrarte que podría morirme ahora..., entonces, en la tibieza acogedora de tu cuerpo en mi espalda.
***

viernes, 5 de febrero de 2010

martes, 2 de febrero de 2010

La danza, de Matisse



"Detenerse a tiempo, esa es la primera regla del arte, y Matisse lo sabía cuando pintó su famosa composición La danza, en la que cinco muchachas desnudas bailan agarradas de las manos, formando un círculo con la guirnalda de sus brazos. (...) Es difícil encontrar un cuadro que exprese mejor la dicha de vivir. Da la sensación de que al espectador le bastaría con agarrarse de esas manos libres aún para ensanchar el círculo y sumarse al baile. (...) Basta con desnudar la memoria y aceptar como un don de los dioses la belleza que un día te fue regalada sin más, para que esas muchachas de Matisse te admitan con gusto en la danza."
Manuel Vicent: El vacío

Ramón Lobo: Islas silenciosas



Espero que Ramón Lobo no se enfade si le pido prestado este texto: me encanta. En azul, como todos mis préstamos y todas mis deudas.

Soy periodista y vivo inmerso en la sociedad de la comunicación y a pesar de ello me siento a menudo incomunicado, solo, incapaz de entender a los otros, incapaz de explicarme a los demás. Vivo en un mundo que parece un mar lleno de islas. De vez en cuando dos Robinson Crusoe con el chaleco antisentimientos puesto intercambian señales con banderas, pero nadie les ha entregado un manual ni explicado qué significa cada una de ellas. Mientras el Robinson de la isla A cree entender que se avecina un día soleado y lo toma como una invitación a acercarse, el de la B se afana en advertirle de que amenaza tormenta y es mejor la distancia para evitar colisiones.

Me gusta sentarme los domingos en la plaza de Oriente de Madrid y observar a las islas navegar por las aceras enarbolando sus miedos y soñar un ratito que no soy una de ellas, sino tierra firme a salvo de mí mismo, banderas de colores y tempestades.

lunes, 1 de febrero de 2010

TRANSBORDO


Cuando descendió del tren se intensificó el pellizco de ansiedad que le había acompañado durante todo el trayecto. En la estación de Ronda, Joaquín seguiría esperando su llegada con creciente impaciencia, alimentando el resentimiento que luego le tocaría apaciguar. Al verla, seguro que repetiría el rosario de reproches pronunciados unos minutos antes a través del móvil, mientras ella desistía de antemano de inventar excusas plausibles para justificar su retraso. Había perdido el tren directo del mediodía y ahora debía hacer transbordo y esperar durante hora y media la conexión a Ronda en aquella estación minúscula perdida en medio de la nada.
Al bajar del tren, sofocada por la atmósfera excesivamente cálida del compartimento, había agradecido el golpe de frío en las mejillas, pero unos segundos después un escalofrío le recorrió el cuerpo. Permaneció de pie en el andén, sujetando la maleta, paralizada por la desorientación. La estación parecía desierta. El viento batía rítmicamente la puerta de la cafetería cerrada y silbaba entre la vegetación diseminada más allá de las vías, en la amplia extensión de campo que se extendía hacia el horizonte montañoso, velado por la niebla. No puedo entender que hayas perdido ese tren, no en un día como hoy, le había dicho Joaquín en un susurro de dientes apretados, mientras ella guardaba un silencio obstinado y lo imaginaba -siempre tan previsible- rodeado de viajeros y sonidos, cabizbajo, sujetando el móvil y andando en círculos, como un felino enjaulado.
Buscó en vano un panel de horarios y se dirigió al minúsculo edificio para resguardarse. La ventanilla del único mostrador estaba vacía. Unos metros más allá, otra puerta se abría frente a una explanada polvorienta, en cuyo centro se alzaba un bar destartalado. El viento agitaba el toldo y los carteles publicitarios. Cerró también aquella segunda puerta y la envolvió un silencio denso, interrumpido sólo por el parpadeo de uno de los tubos de neón.
Si no hubiera perdido el tren..., pensó, y ya no logró ahuyentar el disgusto, cada vez más acobardada por la lúgubre soledad del recinto. Decidió salir de nuevo al andén a pesar del frío, convencida de que allí se sentiría menos expuesta a la aprensión de inseguridad que le asaltaba. Quiso encenderse un ciagrrillo y al darle la espalda al viento vio a lo lejos, en uno de los escasos bancos dispuestos sobre el andén, a un hombre y una mujer. Él estaba sentado y extendía los brazos sobre el respaldo; ella, echada, mantenía la cabeza apoyada en sus piernas. Dio unos pasos desganados en su dirección, fijó la vista y enseguida se dio la vuelta con un movimiento brusco, al comprobar que la mujer estaba tendida boca abajo y movía rítmicamente la cabeza sobre él. Entró con prisa en el recinto de la estación, donde volvió a sentarse con un ademán de abatimiento.
Apenas habían transcurrido diez minutos.
Había querido perder el tren. En realidad, habría querido perder todos los trenes que condujeran de vuelta hacia él. Aquella mañana se había demorado expresamente, enredándose en quehaceres absurdos para dilatar el tiempo; había hecho y deshecho una y otra vez el equipaje, escudándose en una indecisión postiza sobre la ropa adecuada, y había marcado repetidamente las primeras cifras del número de Joaquín, tentada de declinar definitivamente su invitación.
Y ahora estaba en la sala desierta de una estación despoblada, en medio de un páramo batido por gélidos vientos, a unos metros de una mujer que le hacía una mamada a un tío tan torpe como para dejar sus manos quietas en el respaldo del banco, y esperando un tren que la devolvería a su antigua vida, a su relación de manos torpes, de páramos batidos por gélidos vientos, de salas desiertas y de trenes perdidos.
Con un clic repentino se puso en marcha una voz femenina anunciando la llegada del tren con destino a Málaga en el andén dos. Apagó el móvil, salió del edificio y se adentró en el paso subterráneo que cruzaba la vía hacia el segundo andén. El banco a unos metros frente a ella estaba de nuevo vacío. Una faena rápida, pensó, y con una sonrisa volvió la cabeza hacia la izquierda, donde ya se adivinaba la silueta lejana de un tren de regreso que no iba a perder.