BLOG DE ADA VALERO
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lunes, 1 de febrero de 2010

TRANSBORDO


Cuando descendió del tren se intensificó el pellizco de ansiedad que le había acompañado durante todo el trayecto. En la estación de Ronda, Joaquín seguiría esperando su llegada con creciente impaciencia, alimentando el resentimiento que luego le tocaría apaciguar. Al verla, seguro que repetiría el rosario de reproches pronunciados unos minutos antes a través del móvil, mientras ella desistía de antemano de inventar excusas plausibles para justificar su retraso. Había perdido el tren directo del mediodía y ahora debía hacer transbordo y esperar durante hora y media la conexión a Ronda en aquella estación minúscula perdida en medio de la nada.
Al bajar del tren, sofocada por la atmósfera excesivamente cálida del compartimento, había agradecido el golpe de frío en las mejillas, pero unos segundos después un escalofrío le recorrió el cuerpo. Permaneció de pie en el andén, sujetando la maleta, paralizada por la desorientación. La estación parecía desierta. El viento batía rítmicamente la puerta de la cafetería cerrada y silbaba entre la vegetación diseminada más allá de las vías, en la amplia extensión de campo que se extendía hacia el horizonte montañoso, velado por la niebla. No puedo entender que hayas perdido ese tren, no en un día como hoy, le había dicho Joaquín en un susurro de dientes apretados, mientras ella guardaba un silencio obstinado y lo imaginaba -siempre tan previsible- rodeado de viajeros y sonidos, cabizbajo, sujetando el móvil y andando en círculos, como un felino enjaulado.
Buscó en vano un panel de horarios y se dirigió al minúsculo edificio para resguardarse. La ventanilla del único mostrador estaba vacía. Unos metros más allá, otra puerta se abría frente a una explanada polvorienta, en cuyo centro se alzaba un bar destartalado. El viento agitaba el toldo y los carteles publicitarios. Cerró también aquella segunda puerta y la envolvió un silencio denso, interrumpido sólo por el parpadeo de uno de los tubos de neón.
Si no hubiera perdido el tren..., pensó, y ya no logró ahuyentar el disgusto, cada vez más acobardada por la lúgubre soledad del recinto. Decidió salir de nuevo al andén a pesar del frío, convencida de que allí se sentiría menos expuesta a la aprensión de inseguridad que le asaltaba. Quiso encenderse un ciagrrillo y al darle la espalda al viento vio a lo lejos, en uno de los escasos bancos dispuestos sobre el andén, a un hombre y una mujer. Él estaba sentado y extendía los brazos sobre el respaldo; ella, echada, mantenía la cabeza apoyada en sus piernas. Dio unos pasos desganados en su dirección, fijó la vista y enseguida se dio la vuelta con un movimiento brusco, al comprobar que la mujer estaba tendida boca abajo y movía rítmicamente la cabeza sobre él. Entró con prisa en el recinto de la estación, donde volvió a sentarse con un ademán de abatimiento.
Apenas habían transcurrido diez minutos.
Había querido perder el tren. En realidad, habría querido perder todos los trenes que condujeran de vuelta hacia él. Aquella mañana se había demorado expresamente, enredándose en quehaceres absurdos para dilatar el tiempo; había hecho y deshecho una y otra vez el equipaje, escudándose en una indecisión postiza sobre la ropa adecuada, y había marcado repetidamente las primeras cifras del número de Joaquín, tentada de declinar definitivamente su invitación.
Y ahora estaba en la sala desierta de una estación despoblada, en medio de un páramo batido por gélidos vientos, a unos metros de una mujer que le hacía una mamada a un tío tan torpe como para dejar sus manos quietas en el respaldo del banco, y esperando un tren que la devolvería a su antigua vida, a su relación de manos torpes, de páramos batidos por gélidos vientos, de salas desiertas y de trenes perdidos.
Con un clic repentino se puso en marcha una voz femenina anunciando la llegada del tren con destino a Málaga en el andén dos. Apagó el móvil, salió del edificio y se adentró en el paso subterráneo que cruzaba la vía hacia el segundo andén. El banco a unos metros frente a ella estaba de nuevo vacío. Una faena rápida, pensó, y con una sonrisa volvió la cabeza hacia la izquierda, donde ya se adivinaba la silueta lejana de un tren de regreso que no iba a perder.

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