
sábado, 27 de marzo de 2010
Cuántas veces, en el umbral del sueño

Una vez dispusieron mi camino

jueves, 18 de febrero de 2010
Sesión golfa

La frase propuesta: "Apareció en ese instante en la televisión la primera imagen que los astrofísicos habían logrado captar de la materia oscura."
Mi frase resultante: "¿Quién dice que el físico no importa? En el instante en que el astro rey desapareció en el cielo y en la sala oscura captó la primera visión de ella, entraron en materia y poco después ya gemían.")
RELATO:
La sesión golfa en los multicines del centro comercial quizás no fuera el lugar ideal para buscarse plan, pero yo funciono a menudo por asociación de ideas y la palabra golfa se ajustaba como anillo al dedo a mis pretensiones nocturnas. En época de vacas flacas, siempre temo a la noche de los sábados: por donde pasees la mirada, felices parejas alargando los preliminares; no hay prisa, tal vez no sepan muy bien dónde, pero sí cómo va a acabar su fiebre del sábado noche.
Mis noches de sábado últimamente andaban de capa caída. Del famoso título sólo coincidía aquello de la fiebre, adecuado eufemismo para el calentón que me nubla las ideas cuando empieza a oscurecer y en la tele sólo puedes escoger entre Informe Semanal y Salsa Rosa. ¿Dónde están las golfas cuando se las necesita? Ya saben a qué me refiero, y seguro que coincidirán conmigo en que dentro de la variada tipología femenina, la especie golfa ofrece innumerables ventajas: impagable el ahorro en pesadas ceremonias de conquista. La vida es demasiado corta para andarse por las ramas y en estos empeños más que nunca el tiempo es oro. Qué alegría toparse con uno de estos raros ejemplares... No me negarán que a la golfa se la reconoce enseguida: hay una sensación como de hermandad, el objetivo compartido asoma en cierto aire socarrón en los ojos. La golfa no necesita recurrir al coqueteo, le basta un par de miradas para encontrar a un compañero de faena o para ser encontrada.
Pero últimamente o no abundan o uno ha perdido encantos. En el garito de turno las miradas se han convertido en verdaderas radiografías. Tanta cautela y tanto estudio preliminar para acabar donde siempre se acaba, pero con el fastidioso añadido de la soga al cuello... Es una auténtica plaga; yo la llamo la especie cazadora: como des apto en la radiografía, tienes hembra hasta en la sopa, y de eso nada, lo que uno busca es una buena noche de sábado, bien febril y ante todo efímera: que no haya que regalar el oído ni ponerse profundo. No hay nada más simple: un polvo feliz y adiós muy buenas, un placer haberla conocido.
Y sin embargo, todavía a veces la fortuna le sonríe a uno. My blueberry nights en la sesión golfa del centro comercial. Apareció segundos antes de que se apagaran las luces: el físico adecuado y ese rastro de socarronería en los ojos cuando me descubrió en la sala semivacía, solo y casi hundido en la butaca. Los siguientes quince pasos los dio sin apartar sus ojos de los míos y cuando llegó a mi lado, la sonrisa también se dibujaba ya en sus labios. Y ahí estaba, por fin, esa feliz sensación de hermandad y la certeza de que días después tendría que bajarme de Internet la película, de la que sólo recuerdo la banda sonora, poniendo fondo musical a nuestra fiebre.
sábado, 13 de febrero de 2010
Daniela
Sin embargo Daniela, desde su escritorio en la recepción de la biblioteca adonde fui hace unos días a documentarme, lo ha traspapelado todo: los rizos anaranjados de su pelo parecen haber prendido fuego en mis archivos, donde ya todas las caras tienen sus rasgos y todas las tramas conducen hasta su mesa. La omnisciencia se me ha enredado en la flor rosa de croché que despeja de rizos su frente y ando ciego para todo lo que no sea su sonrisa, a tientas por entre las puertas cerradas de su interior.
Desde entonces vengo todos los días a esta biblioteca donde trabaja, en el último turno. Llega a las ocho y entonces parece que el neón de la sala adopta sus colores, agravando felizmente mi ceguera. Los estudiantes la saludan joviales, no tardarán en rodearla con sus peticiones y demandas, alargando la proximidad de su sonrisa o de sus ojos atentos con preguntas que los delatan, de puro retóricas. Podrían ser los secundarios de la historia que se me niega porque se me resiste la protagonista. Con ellos pongo a prueba mis viejas habilidades e intento recomponer mi archivo, lleno ahora de las frases que intercambian con Daniela y de las efusiones que ella les regala. Por ellas sé que Daniela es dada al halago de las palabras. A veces me abre alguna puerta más por la que asoman los libros que lee o las imágenes en las que se recrea. Por ellos sé que Daniela es aficionada a le lectura y a las artes plásticas. Lo demás, es materia oscura.
Este último fin de semana me torturó la ignorancia y me entretuve en idear modos de acercarme a su mesa y enredarla en una conversación que me devolviera la clarividencia perdida. Las horas que me separaban de la cita diaria a las ocho las dediqué a armarme de valor y de pretextos, pero el lunes y el martes pasaron de largo sin que el valor me asistiera.
Esta noche por fin me he acercado a su mesa, sosteniéndome en un libro descatalogado en el que mis manos temblorosas habrán dejado la huella de una presión singular. Blandiéndolo como si fuera más escudo que pretexto, apenas he podido iniciar mi frase: Daniela, pasando una mano por mi brazo, se ha levantado, "Disculpa un segundo, príncipe, enseguida estoy contigo", me ha dicho, y ha desaparecido entre las estanterías, dejando la sala sumida en la hiriente luminosidad del neón. Mientras esperaba su regreso, he estudiado los objetos que llenan su mesa hasta dar con un cuaderno abierto en el que estaban escritas en letras rojas las palabras que han dado al traste con mi vocación de narrador omnisciente: "A veces es difícil ser y lo que hay no siempre es lo que es y lo que es no es siempre lo que ves."
De vuelta en mi mesa, he decidido que no me importa la voz que escribe, mientras escriba de Daniela.
viernes, 12 de febrero de 2010
lunes, 8 de febrero de 2010
IDEAL, de Joan Margarit

Sombra amable: he esperado a que surgieses
desde el espejo de mis ojos,
y te he sentido cerca, en el balcón,
las noches de verano.
En los largos silencios es donde tú te enciendes,
como una luz de cal en pobres muros,
y en el presentimiento de otro mar
tras el mosaico azul del horizonte.
He puesto rosas rojas en el umbral
de esta casa vacía donde he estado esperándote
con vestidos de fiesta en la penumbra
sin saber quién eres, ni si vendrás nunca.
sábado, 6 de febrero de 2010
La mejor tumba es Sophie

Hace semanas que me desvelo. Suele ser alrededor de la misma hora, de madrugada. Una sensación extraña... Nada de duermevela, es como si alguien chasquease los dedos a mi lado. Entonces, abro los ojos, repentinamente, recobrando una conciencia muy lúcida de mi entorno. Los ojos como platos y la conciencia alerta, eso es.
La culpa es de Sophie. Todo yo soy culpa de Sophie. Yo quiere decir este yo: este yo que se desvela cada madrugada y luego recorre el mundo como un sonámbulo aturdido; este yo de ojos y hombros hundidos... Demasiadas imágenes en la memoria, entre sábana y sábana. Seguro que son ellas, las imágenes, las que chasquean los dedos: nada de soñar, mamarracho, me dicen, abre los ojos y afronta... Chúpate esta: la oscuridad, la soledad en esta cama enorme, afróntalo, míralo bien, siéntelo bien, el frío, el vacío, el deseo partido en dos, apúralo aquí y ahora, tú solito... nada de dejarte otra vez en reserva la letanía de lamentos con que tienes aburridos a tus amigos, ¿que no ves que te rehuyen, que cambian de acera cada vez que te ven venir a lo lejos? Apechuga, mamarracho, me gritan las imágenes, hártate de mirarnos, eso me dicen, pero yo no me harto, ¿cómo me voy a hartar si me la devuelven entera y mía? Sophie metiéndoseme en la bañera, riendo... ¡Dios!, la risa de Sophie, (¿cómo era aquello de Neruda...? Lo de la risa que cae como un halcón desde una brusca torre...), eso es, Cotazos dice que tu risa cae..., la risa de Sophie; Sophie probando algo de mi cuchara, su boca, sus labios; Sophie en pijama, despeinada; Sophie en mi casa, en mi sofá, en mi cama... Y ahora en mi cabeza, en mi vigilia, en la urgencia que se me desboca por las manos, en las ganas de suplicar que vuelva, por Dios, que vuelva... ¿Cómo voy a hartarme de mirarla?
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Tengo sueño, Sophie... Ven, acuéstate aquí. ¿Te acuerdas cuando te acurrucabas por detrás, adhiriendo tu cuerpo a mi espalda? Ronroneabas plácida, vencida por el sueño, y a mí apenas me quedaba voz para susurrarte que podría morirme ahora..., entonces, en la tibieza acogedora de tu cuerpo en mi espalda.
viernes, 5 de febrero de 2010
martes, 2 de febrero de 2010
La danza, de Matisse

Ramón Lobo: Islas silenciosas

Espero que Ramón Lobo no se enfade si le pido prestado este texto: me encanta. En azul, como todos mis préstamos y todas mis deudas.
Soy periodista y vivo inmerso en la sociedad de la comunicación y a pesar de ello me siento a menudo incomunicado, solo, incapaz de entender a los otros, incapaz de explicarme a los demás. Vivo en un mundo que parece un mar lleno de islas. De vez en cuando dos Robinson Crusoe con el chaleco antisentimientos puesto intercambian señales con banderas, pero nadie les ha entregado un manual ni explicado qué significa cada una de ellas. Mientras el Robinson de la isla A cree entender que se avecina un día soleado y lo toma como una invitación a acercarse, el de la B se afana en advertirle de que amenaza tormenta y es mejor la distancia para evitar colisiones.
Me gusta sentarme los domingos en la plaza de Oriente de Madrid y observar a las islas navegar por las aceras enarbolando sus miedos y soñar un ratito que no soy una de ellas, sino tierra firme a salvo de mí mismo, banderas de colores y tempestades.
lunes, 1 de febrero de 2010
TRANSBORDO

Al bajar del tren, sofocada por la atmósfera excesivamente cálida del compartimento, había agradecido el golpe de frío en las mejillas, pero unos segundos después un escalofrío le recorrió el cuerpo. Permaneció de pie en el andén, sujetando la maleta, paralizada por la desorientación. La estación parecía desierta. El viento batía rítmicamente la puerta de la cafetería cerrada y silbaba entre la vegetación diseminada más allá de las vías, en la amplia extensión de campo que se extendía hacia el horizonte montañoso, velado por la niebla. No puedo entender que hayas perdido ese tren, no en un día como hoy, le había dicho Joaquín en un susurro de dientes apretados, mientras ella guardaba un silencio obstinado y lo imaginaba -siempre tan previsible- rodeado de viajeros y sonidos, cabizbajo, sujetando el móvil y andando en círculos, como un felino enjaulado.
Buscó en vano un panel de horarios y se dirigió al minúsculo edificio para resguardarse. La ventanilla del único mostrador estaba vacía. Unos metros más allá, otra puerta se abría frente a una explanada polvorienta, en cuyo centro se alzaba un bar destartalado. El viento agitaba el toldo y los carteles publicitarios. Cerró también aquella segunda puerta y la envolvió un silencio denso, interrumpido sólo por el parpadeo de uno de los tubos de neón.
Si no hubiera perdido el tren..., pensó, y ya no logró ahuyentar el disgusto, cada vez más acobardada por la lúgubre soledad del recinto. Decidió salir de nuevo al andén a pesar del frío, convencida de que allí se sentiría menos expuesta a la aprensión de inseguridad que le asaltaba. Quiso encenderse un ciagrrillo y al darle la espalda al viento vio a lo lejos, en uno de los escasos bancos dispuestos sobre el andén, a un hombre y una mujer. Él estaba sentado y extendía los brazos sobre el respaldo; ella, echada, mantenía la cabeza apoyada en sus piernas. Dio unos pasos desganados en su dirección, fijó la vista y enseguida se dio la vuelta con un movimiento brusco, al comprobar que la mujer estaba tendida boca abajo y movía rítmicamente la cabeza sobre él. Entró con prisa en el recinto de la estación, donde volvió a sentarse con un ademán de abatimiento.
Apenas habían transcurrido diez minutos.
Había querido perder el tren. En realidad, habría querido perder todos los trenes que condujeran de vuelta hacia él. Aquella mañana se había demorado expresamente, enredándose en quehaceres absurdos para dilatar el tiempo; había hecho y deshecho una y otra vez el equipaje, escudándose en una indecisión postiza sobre la ropa adecuada, y había marcado repetidamente las primeras cifras del número de Joaquín, tentada de declinar definitivamente su invitación.
Y ahora estaba en la sala desierta de una estación despoblada, en medio de un páramo batido por gélidos vientos, a unos metros de una mujer que le hacía una mamada a un tío tan torpe como para dejar sus manos quietas en el respaldo del banco, y esperando un tren que la devolvería a su antigua vida, a su relación de manos torpes, de páramos batidos por gélidos vientos, de salas desiertas y de trenes perdidos.
Con un clic repentino se puso en marcha una voz femenina anunciando la llegada del tren con destino a Málaga en el andén dos. Apagó el móvil, salió del edificio y se adentró en el paso subterráneo que cruzaba la vía hacia el segundo andén. El banco a unos metros frente a ella estaba de nuevo vacío. Una faena rápida, pensó, y con una sonrisa volvió la cabeza hacia la izquierda, donde ya se adivinaba la silueta lejana de un tren de regreso que no iba a perder.
domingo, 31 de enero de 2010
84 Charing Cross Road, de Helene Hanff

Un día, en octubre de 1949, Helene Hanff, una joven escritora desconocida, envía una carta desde Nueva York a Marks&Co., la librería situada en el 84 de Charing Cross Road, en Londres. Apasionada, maniática, extravagante y muchas veces sin un duro, la señorita Hanff le reclama al librero Frank Doel volúmenes poco menos que inencontrables para apaciguar su insaciable sed de descubrimientos. Se trata siempre de libros que ya ha leído a través del préstamo bibliotecario, y que quiere poseer y releer. Veinte años después, continúan escribiéndose y la familiaridad se ha convertido en una intimidad casi amorosa.
La escritora no consigue reunir el dinero necesario para viajar a Londres hasta 1971 y gracias al éxito de ventas que logró publicando estas cartas de su correspondencia con el librero Frank Doel, pero para entonces, Frank Doel ya estaba muerto y la librería había dejado de existir.
sábado, 30 de enero de 2010
BARCELÓ, OBRA AFRICANA

Al llegar la tarde, cogía el tranvía en las concurridas calles del centro y se bajaba en la estación de Littenweiler, a pocos metros de la academia donde aprendía alemán. El aula era su Babel particular, un reducido segmento del mundo: europeos de tez pálida junto a palestinos de piel canela; kurdos, iraníes, africanos, hindúes, latinoamericanos, japoneses... Todas las razas, las lenguas más variopintas reunidas en torno al círculo que trazaban los pupitres, sobre el todavía inhóspito suelo del idioma alemán.
Nunca volvió a ser su vida tan vertiginosa ni tan apasionante como lo fue durante aquellos meses en el espacio multicolor de un aula donde aprendió mucho más que un idioma: que a veces se agotan las fronteras, que vivir puede ser sinónimo de huir, que no hay anfitrión más solícito que el que ha sido fugitivo ni risa más franca que la de quien ha tenido muy cerca la desgracia.
Allí conoció a Mersad y vio por primera vez las cicatrices que deja en la carne la metralla, adivinando sólo las que deja en el corazón; allí charló a duras penas con Hassan y escuchó por primera vez el nombre de Kurdistán, pronunciado con la larga pesadumbre del apátrida; allí imitó las frases en esperanto que oyó de labios de Nasser, el iraní cristiano huido de su país tras la revolución islámica; allí aprendió con Bora y con Anani las contorsiones imposibles de los bailes africanos y comió a su mesa como lo hacían ellos, con las manos, un puré tan picante que le llenó los ojos de lágrimas y la boca de pequeñas llagas, mientras Anani se desternillaba de la risa.
La muchacha encinta en el mercado tiene las redondeces de Bora, su mismo pelo crespo, su mismo largo cuello. Y aunque el pincel no ha mostrado su boca, sabe que se reirá como se reía ella cuando bailaba, con esa misma risa franca, sonora, de enormes dientes blancos.
TRAGICOMEDIA

A un público ajeno le aterrará probablemente la cruel apariencia del Solespino: fascinado por su majestuosa cabeza de águila, le augurará en un primer momento la victoria, pero una mirada más atenta le descubrirá a una criatura más bien menuda, aunque ataviada con atributos capaces de infligir graves heridas: su lomo curvo lo cubre un manto de espinas semejantes a las del puercoespín, afiladas y negras como noche sin luna. Sus largas y flexibles patas le proporcionan agilidad para abarcar en breve carrera los cuatro costados del ring en que han convertido mi cabeza. De su extremo posterior sobresale de entre una mata de pelos como cerdas un poderoso aguijón de efectos narcóticos. Pero su cuerpo oculta al ojo distraído un vientre acolchado, mullido, acogedor como una almohada de plumas. Conocí su suavidad en las jornadas de tregua, cuando se tumbaba para observar largamente a su enemigo y prestarle un espejismo de ventaja. Así es la esquizofrenia con que aturde mi cabeza el Solespino, rodeándome de una soledad que suele ser hiriente y que, sin embargo, en ocasiones resulta acogedora.
Su oponente, el Vitaronte, se granjearía fácilmente las simpatías de este público. Su cuerpo orondo y robusto se apoya sobre cuatro patas como troncos, con largas uñas torcidas a modo de raíces. Celebraría sin duda su cabeza de mono burlón y risueño, sus enormes dientes dibujando sonrisas, y aplaudiría sus frecuentes muecas, aunque a veces rayen en la estridencia. Tardaría en descubrir, oculta tras un menudo rabo de rinoceronte, una hendidura que incita a la lascivia cuando se contonea como un metrónomo al compás de su oscilación. Pronto comprendería que el Vitaronte es goloso, hedonista y ególatra y que su fuerza, pero también su debilidad, emanan en igual medida de su obstinada dedicación al placer.
Sobre la hostilidad del Solespino y del Vitaronte se ha construido mi existencia, y así ando, perdido, de mí mismo a mí mismo, títere y no actor en la incesante tragicomedia de la vida.
FINAL ALTERNATIVO (Nueva historia de Teresa y el Pijoaparte)

De pie frente al ventanal, Manolo fumaba un cigarrillo. Miró de reojo a Teresa, que parecía enfrascada en la lectura del periódico. Elegante como cuando la conoció, su ropa ya no intentaba disfrazar con tejanos y deportivas de boutique a la mujer rica que siempre fue. Se había aburguesado definitivamente y lucía finas blusas de seda, trajes de chaqueta y joyas sin que le torturara ya la mala conciencia de la transgresora izquierdista que quiso ser, hace tanto tiempo. A Manolo, al principio, le había aliviado que por fin se acabaran las charlas en tono de mitin, el apasionamiento ridículo con que siempre había pretendido despertar su conciencia de clase, como si su clase fuera algo de lo que tuviera que estar orgulloso, como si no llevara toda la vida intentando salir del arroyo, limpiarse la mugre miserable de sus orígenes y trepar a donde estaban ella y los suyos, esos perdonavidas ricachones que en su presencia parecían avergonzarse de su cuenta corriente, sin dejar por ello de exhibirla a diario en forma de conversaciones ininteligibles, entre cubatas saboreados junto a las piscinas de sus magníficas torres.
Cuánto había deseado su cuerpo en aquellas mañanas de playa, su piel tostada, las vetas doradas de su pelo, mientras acompañaba con fastidio a la criadita acomplejada por el bikini prestado de la señorita. Pero aquellas sí eran carnes, piensa ahora, recordando las redondeces pálidas y prietas de Maruja, sus muslos rotundos y fuertes rodeándolo, amarrándolo a su vientre. Simple, humilde Maruja, invisible cuando aparecían Teresa y su inconsciente sofisticación.
La voz untuosa de Teresa a su espalda lo sacó de su ensimismamiento:
- Manel, tresor, em dones una cigarreta, si us plau?
- ¡A mí me hablas en cristiano, carajo!- le espetó Manolo, volviéndose bruscamente hacia ella, -Manel p'acá, Manel p'allá- siguió diciendo- ¡qué mariconada de nombre!- Y mientras gritaba entre aspavientos le parecía oírla, la voz recia y ajetreada de Maruja diciendo su nombre cuando él aparecía sin aviso por la torre; su voz juguetona y risueña cuando le metía mano por debajo de la falda, "Ay, Manolo, bruto..."
Se alejó del salón entre improperios, añorando de pronto el sonido estridente de aquellas motos que robaba para recorrer en una carrera ciega y vertiginosa el extrarradio de Barcelona; añorando al que fue, el Pijoaparte en volandas por la carretera, hecho un pincel para colarse en las fiestas de los niños ricos de la alta burguesía catalana y enfrentar con altanería el recelo de las miradas, llevándose luego a la grupa a la criadita ardiente, pero esta vez para no soltarla más.
En el salón, Teresa lo siguió con la mirada hasta que desapareció, después carraspeó levemente, se atusó el pelo con un tintineo de pulseras y pasó la página del periódico, revisando el siguiente titular.
viernes, 29 de enero de 2010
Participaron con sus relatos:
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RETRATO FANTÁSTICO DEL PARÉNTESIS
Últimamente, sin embargo, andan un poco revueltos, enzarzados en enfrentamientos que traen de cabeza a los filólogos. La reciente creación de un Ministerio de Igualdad ha destapado agravios largamente arrastrados: los paréntesis de la derecha se sienten discriminados y han publicado un feroz manifiesto reclamando su derecho a situarse a la izquierda, en la tierra de las inauguraciones, donde habitan la sorpresa y la chispa sabrosa de lo inminente. También es cierto que entre sus filas los hay inmovilistas, celosos guardianes de la tradición deseosos de que se revalorice su labor de clausura: sobre el papel, cancelan a menudo lo irrelevante, impiden que se alargue lo superfluo y les cierran el paso a digresiones que sin ellos serían interminables. Trasladados a la vida, ponen fin a períodos de vacas flacas y convierten en pasajeras las desgracias. Pero sus detractores los acusan de presentar una interpretación sesgada de la realidad, pues, según ellos, desde la derecha también cancelan los períodos de vacas gordas y convierten en efímeras las alegrías.
Sobra decir que el debate va para largo y ya acapara titulares en los telediarios y en la prensa.
Mi interés por estos menudos personajes nace de una antigua idea que los años han convertido en convicción: la vida buena alienta sobre todo en los paréntesis, allí donde se interrumpen las servidumbres cotidianas y se inaugura el reino de los placeres hasta entonces postergados: entre paréntesis, los amores son eternos y el verano se prolonga indefinidamente, los viajes continúan y se multiplican las páginas de un buen libro; los despertadores permanecen mudos, las letras no vencen.
Entre paréntesis, los días se transforman, dando paso a sorpresas que abren nuevos caminos, paréntesis nuevos.
UN PEQUEÑO VIAJE QUE CAMBIÓ UNA VIDA

Después tocaba la larga letanía de reproches, que si la suciedad pegada a los raídos pantalones, que si los rotos, que si la eterna esclavitud de los remiendos, mientras el niño se obstinaba en el silencio, los labios apretados y la cabeza gacha. Sabía que en breve el enojo de su tía se transformaría, dando paso a las lágrimas, al desconsuelo, hasta desembocar siempre en desquiciados arrebatos de piedad que a él le escocían más que los reproches y los golpes: lo sentaba sobre sus rodillas, lo besuqueaba, todavía llorosa, lo apretaba contra su pecho y le acariciaba la cabeza rapada, compadeciéndose de él, de su cuerpo flaco y menudo, maltratado por la intemperie, de sus ropas raídas, de su orfandad.
Aquella mañana, como todas las mañanas desde el final de la guerra, había acompañado a su tía hasta la puerta del hospital de Maudes, donde ella trabajaba. Atravesaban afanosamente las desoladas calles y, dando continuos traspiés, sorteaban a duras penas los escombros y los boquetes del empedrado. Se despedían hasta la tarde al pie de la escalinata de la entrada. El niño solía permanecer allí clavado durante unos minutos, viendo desaparecer a su tía tras las puertas, esperando tal vez una última mirada, un gesto inconfundible de ternura que lo confortara, quizás simplemente intentando hacer acopio de la fortaleza que rara vez le asistía, demasiado escurridiza para sus nueve años. También para Nacho empezaba entonces la jornada, destinada a guardar cola ante los establecimientos del Auxilio Social.
Aquella mañana, sin embargo, el niño echó a correr en cuanto su tía entró en el hospital y no paró hasta alcanzar el peldaño saliente de un tranvía, al que se encaramó de un salto. Celebraba el recorrido clandestino alzando el rostro al viento, con los ojos cerrados y un brazo extendido en el aire. Al llegar al barrio de Lavapiés, se apeó y anduvo con paso firme hasta dar con el bar del señor Manuel. Entró resuelto, esbozando una sonrisa de ingenuidad a la que correspondió el tabernero. Señor Manuel, que vengo de parte de mi tía, que si le puede usted fiar una peseta y esta misma tarde se la devuelve. El hombre salió jovial de detrás de la barra, saltando sobre la muleta que sustituía su pierna amputada. Nacho sabía que el tabernero estaba en deuda de gratitud con su tía por los cuidados que le dedicó en el hospital, cuando se debatía entre la vida y la muerte, después del bombardeo en que perdió la pierna. La euforia le brincaba en el corazón al salir de la taberna en dirección a la estación de Atocha, estrechando en el puño la peseta que guardaba en el bolsillo. Compró un billete a Aranjuez.
Sentado en un vagón de tercera, un niño flaco, con la ropa llena de remiendos y la cabeza rapada, recorre con la mirada el paisaje que va dejando atrás al ritmo que el tren avanza, incrementando paulatinamente la velocidad y alejándolo de la ciudad sitiada por los escombros y el hambre, de los tullidos que cuida su tía, de las interminables colas diarias a la intemperie, de los pescozones y los reproches y los lamentos. Pronto repararán en él, en el presumible desamparo de sus nueve años, y lo obligarán a regresar, pero todavía no, todavía es un niño con un sueño intacto y la voluntad empeñada en la esperanza.
Recuerdas ahora el mar, su equipaje
de sombras y de sueños,
la arena donde el tiempo se transforma
en soledad de siglos destruídos.
Más allá,
entre luces perdidas y barcos que se alejan,
tras el perfil oscuro de las torres,
podré adivinar la yedra en tu piel
y una zarza ardiendo por veredas ocultas.
A. Jiménez Millán
EL RASTRO DEL HIELO

Alicia decidió estar a su lado: ¿compromiso moral?, ¿necesidad de recomponer aunque fuera artificialmente una normalidad de hermanas unidas en la distancia? Confiaba en que Isabel no rechazaría su ofrecimiento: la inminente maternidad habría obrado sin duda algún apaciguamiento, al fin y al cabo nadie que no desee ser encontrado envía una imagen de ecografía dentro de un sobre con unas señas precisas.
Se aventuró a seguirlas sin anunciar la visita.
Una vez en Basilea, recorrió el centro apretando el sobre con la dirección de su hermana en el bolsillo del anorak, como apoyando en él su ánimo. Andaba a pasos cortos, insegura sobre el empedrado resbaladizo por efecto de la helada. La oscuridad plomiza del cielo le robó la noción del tiempo mientras se internaba sin prisa, en un vagabundeo inconsciente, por callejuelas deshabitadas. Se obligaba a una curiosidad en realidad postiza, prolongando el paseo a pesar del frío que le oprimía la frente y le dolía con un escalofrío punzante al penetrar por la nariz. Se paraba ante los numerosos escaparates diminutos de los anticuarios, concentrada en atrapar la esencia del decorado urbano, ese detenimiento primoroso y un tanto kitsch en el detalle, que pronto le pareció el principal atributo de la ciudad en la que se ocultaba su hermana: ventanas minúsculas con visillos a media altura por cuyos encajes se filtraban tenues luces, farolillos de hierro forjado en las esquinas, rótulos en caracteres góticos, fachadas veteadas de madera oscura, tejados abuhardillados, pequeños comercios con una fecha dorada de principios de siglo en los frontales, profusión de pastelerías llenando el aire con aromas de canela y jengibre...
Por aquellas callejuelas se adentraría también Isabel: le parecía verla, cómoda en la simbiosis de su cuerpo menudo, ajustado al escenario minimalista de la ciudad; cada día un poco menos fugitiva, ahondando raíces a través de su cuerpo abultado. Caminaría resuelta, con el paso firma de quien se ha habituado a los pavimentos helados, sin nostalgia, empeñada en la lejanía y sin sentir el frío , ella que tanto sabía del hielo abriéndose paso a arañazos desde el vientre hasta instalarse en el corazón.
Alicia se detuvo frente a la entrada, indecisa. Mantenía la mano en el bolsillo, apretando el sobre con las señas que acababa de localizar. Le diría a Isabel que había venido a ver nacer a este hijo. Quería prestarle su mano para que la apretara en medio del dolor y escuchar luego el estallido del llanto de su sobrino, y ver cómo se calmaba cuando Isabel lo estrechara contra el pecho, entre sus brazos.
Pero sólo se decidió a presionar el timbre cuando comprendió que en realidad venía sobre todo a afrontar junto a ella un recuerdo que les concernía a las dos: el recuerdo de Isabel, ocho años más joven, una adolescente de mirada helada conducida en camilla al paritorio, mientras sus padres y ella permanecen mudos en la habitación; el padre, ceñudo, todavía profundamente ofendido; la madre demasiado amedrentada para llorar; Alicia incómoda, participando a intervalos de los sentimientos de ambos.
Desde entonces, la ha imaginado muchas veces: la soledad del dolor entre los aspavientos de una matrona que esconde su piedad tras la indignación por esas caderas aún demasiado estrechas; la extenuación; el arañazo del hielo mientras escucha el llanto de su primer hijo, alejándose hacia el consuelo en otros brazos maternales.
PENÉLOPE

Luego, alrededor de las ocho, abandonaba el balcón y corría la cortina para regresar a la realidad, adentrándose en la maquinaria eficaz de sus dias sin relieve. En ellos le esperaban las invitaciones de familiares y amigos: todos parecían desvivirse por distraer a la joven viuda. Menudeaban las llamadas y las visitas, propuestas culturales, encuentros en torno a una buena mesa, excursiones desenfadadas, tardes de cine y escaparates. Penélope las atendía con aparente docilidad, se dejaba enredar, y acudía a las citas con la vaga conciencia de que todos pretendían arrastrarla hacia el olvido, hacia la vida. Y la vida seguía encadenando días con semanas y semanas con meses, deslizándose ligera en su engranaje con la misma obstinación con que Penélope alimentaba a diario la esperanza y se encerraba en ella para asomarse con el alba al horizonte.
También hoy, al romper el alba, la luz ha inundado de nuevo la bahía de su balcón. Penélope descorre las cortinas, atraviesa el ventanal: la amplitud del horizonte difumina los contornos de esa cárcel que es su sueño. Los años han consolidado sus muros, su balcón ha adquirido la calidad de una fortaleza ante la que han ido rindiéndose todas las lealtades del pasado. No hacen falta evasivas: ya no quedan pretendientes a los que entretener mientras ella prolonga el laborioso tejido de su memoria.
Al dar las ocho, abandona el balcón: el mundo llama. Con la coquetería del pasado intacta, elige su vestido y dispone sobre la cama los complementos. Tras la ducha, se embadurna concienzudamente el cuerpo de loción reafirmante frente al espejo.
Pero hoy sus manos se recorren la piel con una lentitud nueva. Cierra los ojos, deteniendo la mano sobre el vientre y moviéndola luego hacia arriba, a través del pecho, por el cuello en dirección a la barbilla, que abandona a continuación para extender la palma sobre el pómulo y seguir su tanteo por la frente. Alarmada, abre los ojos y descubre en el espejo la imagen de una mujer por la que han pasado veinte años, arrasando su piel.
Pronto, el balcón volcado a la bahía estará desierto, las habitaciones vacías, las paredes desnudas. En su nueva vivienda, Penélope sigue tejiendo, felicitándose por haber recobrado la lucidez a tiempo de descubrir a la vieja en que se ha convertido y de ocultarse, para que el joven Ulises a su regreso no la encuentre asomada al balcón.
SU PRIMERA VEZ

Estela había sido una puta aceptablemente feliz. No había tenido que hacer la calle, la calle te machaca, es la muerte lenta, me explicó, siempre hace demasiado frío, todo da demasiado asco, hasta una misma da demasiado asco, ¿conoces esa sensación? No, ella trabajaba para una agencia con apartamentos propios y horarios decentes, la clientela era selecta, gente limpia, burgueses aburridos y sin imaginación, que creían que ir de putas les daba la chispa adecuada a sus vidas mediocres. Ella tenía más que estudios: para usar sus palabras, era una puta cultivada, con licenciatura y todo, pero con muy poca vista para las compañías, así que la suya había sido la habitual cadena de errores dirigiendo sus pasos hacia la única puerta que parecía permanecer abierta, la de la prostitución. Pero prostitución por la puerta grande, añadió alzando un tembloroso dedo índice, vaya, puta de lujo, para que me entiendas. Iba al gimnasio y vestía de marca, nada que ver con la ordinariez de sus trapos actuales, y hasta podía permitirse un mesecito de vacaciones en verano. Durante un tiempo incluso tuvo su buena historia de amor con un cliente que la habría retirado de no estar casado.
Pero entonces, al cabo de casi tres lustros, apareció aquel chiquillo. La jefa decidió que tenía que encargarse ella, la diferencia de edad no importaría, hacía falta una puta experta como ella, con sus tres lustros de oficio a cuestas: aquel chico era un diamante en bruto, no por virgen, que lo era, sino por solvente, hijo de padre solvente, nieto de abuelo solvente y presumible heredero de la afición putañera de los suyos si la primera vez era lo suficientemente satisfactoria. Había que esmerarse para asegurarse su fidelidad.
Y Estela se esmeró. Supo ser delicada en los preliminares, concederle el espejismo del deseo compartido y hasta cierto regateo que a él le regaló la ilusión de la conquista. Luego fue encendiéndolo con el halago certero de su juventud, de su virilidad, dándose por pagada por el privilegio de gozar de un cuerpo fibroso y fuerte como el suyo, de ese maravilloso poderío aún sin explotar, lo que darían sus compañeras de universidad por ocupar su puesto, pero de eso nada, qué más quisieran ellas, este caramelito dulce era para su boca, ¿verdad que sí, mi amor?, le susurraba al oído, comprobando complacida en el volumen creciente de sus gemidos la creciente intensidad de su excitación.
Cuando todo concluyó, Estela experimentó una ternura inesperada al contemplar al chico, que yacía desmadejado en la cama, con los ojos cerrados y un rastro de plácida debilidad en los labios. Obedeció al impulso de atraerlo hacia sí y abrazarlo, acariciándole la cabeza que descansaba sobre su pecho. Él entonces abrió los ojos, se incorporó bruscamente y la miró. En sus ojos había una venenosa mezcla de estupor y desprecio. Yo sólo había querido ser cariñosa, me explicó arrastrando torpemente las palabras, para que se marchara con la ilusión de haber hecho el amor por primera vez, no de haberse follado a una puta que le doblaba la edad.
El chico no volvió por allí, y tampoco lo hizo el padre, indignado porque a su hijo lo había desvirgado una puta cuarentona ignorante de su oficio, así que la empresa dejó de llamarla y, cuando pidió explicaciones, la despacharon, afeándole el numerito maternal de novata que les había costado la lucrativa fidelidad de dos clientes.
Amanecía cuando la dejé en su portal. Me pidió que escribiera su historia. Le ilusionaba imaginar que pudiera llegar a las manos del hombre que tantos años atrás se estrenó en su cama y le arrancó unos minutos de ternura. No estará orgulloso, le contesté. Ella se limitó a sonreírme encogiéndose de hombros y después desapareció tras el portal.
Se fue sin enterarse de que el chico nunca volvió a acostarse con prostitutas, de que no estaba orgulloso, de que desde la noche del pinchazo en el polígono industrial conoce bien la sensación de darse demasiado asco.
Norah Jones Come away with me
And I want to walk with you
On a cloudy day
In fields where the yellow grass grows knee-high
So won't you try to come?
MORDIENDO LA VIDA

Aceleró. En la radio, Fito cantaba La vida es algo que hay que morder, e Isabel sumó su voz con un grito a la canción, y en cada boca tiene un sabor, al tiempo que volvía a pisar el acelerador y palmeaba la melodía sobre el volante. La creciente velocidad le vibraba en el estómago, regalándole un vértigo placentero.
Hoy regresaba a su casa, abandonada tres meses atrás para someterse a una complicada operación quirúrgica en la columna. La larga, dolorosa convalecencia, había transcurrido en casa de sus padres, en aquel caserón desportillado que había contagiado la propia decrepitud solitaria a sus habitantes. La presencia envolvente de sus padres le había deparado la misma asfixia que recordaba de la adolescencia, pero matizada esta vez por una tenaz melancolía, por la triste anticipación de la pérdida. Se ahogaba y se entristecía alternativamente, sintiendo que sus padres se le perdían en la inminencia de la vejez, en la debilidad de sus piernas, en el titubeo continuo de sus manos temblorosas, en sus crecientes ensimismamientos. Sobre todo los sentía perdidos por la ausencia de aquella ternura antigua que presenció en la niñez, transformada ahora en monosílabos huraños, en gestos breves donde traslucían el fastidio o la desgana. Su forzosa inmovilidad la obligaba a contemplarlos, dos extraños alejándose a la misma velocidad con que ella recorría ahora la autopista de la costa. Por eso, solía cerrar los ojos y se recreaba en recuerdos lejanos, deseando detener el tiempo, y en aquel ejercicio de memoria escogía siempre alguna imagen de algún febrero, allá por los años setenta: volvía al mediodía del colegio, siempre despeinada y con su uniforme azul marino de las Esclavas, pero al sonido del timbre era su padre quien abría la puerta. En febrero su padre se tomaba el mes de vacaciones. No hacían nada especial, no había viajes, ni mudanzas, ni excursiones, pero el regreso a casa se teñía de una emoción singular, porque su padre estaba allí y era quien abría la puerta con una sonrisa de bienvenida y un abrazo. En casa reinaba un alborozo desacostumbrado: su madre dejaba de ser la mujer atareada y huraña que le abría la puerta en enero, marzo o abril, se transformaba y parecía más joven, más guapa en la distensión de sus gestos y en la prontitud de su sonrisa. Ahí habría detenido el tiempo Isabel, en aquellos besos de febrero que se daban sus padres en la cocina o por los pasillos y que ella espiaba con la alegría que provocan los mundos intactos.
Si esto es como el mar, quién conoce alguna esquina, seguía cantando Fito en el momento en que Isabel tomaba la curva tras una alta loma a 140 km/h. Al salir de la curva, la luz intensa del sol le golpeó en los ojos y la deslumbró. Isabel mantuvo el pie sobre el acelerador con el corazón desbocado por el vértigo y condujo a ciegas, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la luz. No tuvo miedo: se entregó a la ceguera sin reservas, sabiendo que, si salía de ésta, empezaría a vivir mordiendo la vida.
ANGIE

La buena gente merecería tener una Angie como la mía en su vida. A mí me queda mucho que andar para merecerla, por eso agradezco tanto que me fuese regalada.
Al calor de la lumbre
Para los más afortunados, la Navidad conserva aún en su esencia ese brillo tenue que iluminaba los rostros de los reunidos en torno a la lumbre del hogar. Los miembros de una familia, desperdigados por la geografía o simplemente sumidos en la distancia mental que impone la servidumbre cotidiana del trabajo, acuden a la casa paterna. El encuentro se celebra en la mesa, alrededor de una cena o un almuerzo que nunca son como las cenas y los almuerzos habituales del resto del año, sino siempre más abundantes, más esmerados, más lujosos. Se ponen los mejores manteles, se usa la mejor vajilla, la mejor cristalería, y también las conversaciones festejan la calidad y los placeres de la buena mesa. El fuego del hogar se adorna con las luces de la celebración.
Dicen que la familia tradicional está en peligro, amenazada por el creciente número de modelos alternativos de convivencia, que conducen a su desintegración. Los que ponen el grito en el cielo (literalmente), los que se escandalizan y buscan a los culpables de tal amenaza, olvidan que lo tradicional en la familia no lo aporta la naturaleza de sus miembros, sino los vínculos que se establecen entre ellos: es precisamente la existencia de esos vínculos, de esos lazos emocionales y sentimentales, la que crea a la familia, la que la convierte en núcleo que desprende calor, que regala abrigo, llegando a ser hogar, lugar de luces y de lumbres, acogedor y cálido.
Donde hay hogar, ahí está la familia. Qué triste que precisamente en estas fechas tan familiares, tan hogareñas, sean tantos, o al menos tan ruidosos, los que sólo conciben el calor de sus propias lumbres y se empeñan en ver intemperie y frío en las lumbres ajenas y alternativas. La intemperie y el frío existen, sí, y están muy cerca: allí donde no llegan la solidaridad, la tolerancia y el respeto.
(Enero de 2008)
ARENA

Como este mar callado y solitario
en un amanecer de tenue bruma...
Buscan la arena olas diminutas
y son beso en la orilla, leve ritmo,
cadencia solitaria de la espuma.
Así besan mi boca tus silencios,
así moja mi piel tu boca ausente.
Y no es frescor de mar lo que me deja,
es sal con vocación de dentellada.
Como este mar callado y solitario,
así se está mi piel,
pero abrasada:
arena codiciando el oleaje.
PATIO INTERIOR

Así habían trasncurrido los últimos tres años en la vida de Anabel, desde aquel día en que el vecino del tercero, Juanjo, se presentó en su casa y con gesto abochornado le pidió el favor de saltar por su lavadero al patio interior, porque su anciano padre -ya tiene la cabeza perdida- se había dedicado en un descuido de Eugenia a tirar la ropa del tendedero. Mientras recogía la ropa, conversaron acerca de los sobresaltos provocados por la demencia senil, y siguieron hablando en la puerta, cuyo pomo sujetaba Juanjo, detenido en el ademán de despedirse para celebrar la feliz coincidencia de que Anabel fuera ATS.
No tardó en recurrir a ella en las crisis y episodios de ansiedad del padre que lo pillaban sin Eugenia en casa. Se asomaba al ojo de patio desde el lavadero, gritaba su nombre y sonreía aliviado cuando Anabel aparecía en su ventana y se ofrecía a subir. Juanjo se quedaba inmóvil detrás de ella, casi insignificante frente a la pericia de la enfermera y, al cabo de unos minutos, conforme comprobaba el efecto sedante que parecía obrar la presencia de Anabel sobre el enfermo, se deshacía en alabanzas, qué mano tienes, chiquilla, con media sonrisa y ojos traviesos, anda, ¿eh, papá?, lo haces a propósito para que venga esta enfermera tan guapa a ocuparse de ti, cada vez más explícito, más invasora la mirada.
Hoy, tres años después, Anabel se ha recluido en la habitación que da al patio interior. Se ha apostado en un sillón pegado a la ventana para acechar los sonidos procedentes del patio. Aguza el oído hasta distinguir fragmentos desprendidos de las frases que Juanjo intercambia con Eugenia en la cocina. Abundan las interjecciones mecánicas, las preguntas que no esperan respuesta, los silencios que no necesitan ser resueltos con una charla banal. Así conoce Anabel retazos dispersos del Juanjo casero, del marido corriente sumido en una convivencia liviana y cordial.
Anabel reclina la cabeza en el respaldo del sillón y llena de imágenes inventadas los ecos de los sonidos lejanos que se abren paso a través del patio interior. Juanjo abriendo la nevera, el chasquido metálico y el chisporroteo espumoso de la cerveza, el leve tintineo de un vaso. Juanjo en zapatillas, dando un sorbo largo a la cerveza y recorriendo con la lengua el labio superior para limpiarlo de espuma mientras se dirige al salón con un periódico doblado bajo el brazo. Juanjo con el ceño fruncido de lector concentrado, algún leve carraspeo, algún eructo ahogado tras un trago de cerveza. Juanjo ocioso, dedicado a los hábitos sencillos de la rutina o el descanso.
Anabel se queda dormida y arrastra al espacio del sueño las imágenes intuidas de ese Juanjo al que nunca va a conocer. Cuando despierte estará definitivamente resuelta a no franquearle más el paso ni a su casa ni a su corazón.