BLOG DE ADA VALERO
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viernes, 29 de enero de 2010

PATIO INTERIOR


Juanjo se despedía de Anabel y salía a hurtadillas de su casa aprovechando el sopor que la siesta esparcía en los rellanos del edificio. Ella no lo acompañaba hasta la puerta, prefería enroscarse en las sábanas aún tibias y aspirar el rastro de su olor en la almohada, evitando preguntarse cuándo volvería a verlo en el umbral, impaciente pero cauto mientras ella le franqueaba la entrada, prolongando el silencio hasta que salvaban el pasillo y se encontraban por fin en el espacio hermético del salón. Allí él pronunciaba un hola, reina largo y dulzón, con la sonrisa atenuada con que estudiaba los gestos de la acogida tras la larga ausencia. Segundos en que indagaba en sus ojos si a ella le hería la sospecha de haberse convertido en un recurso fácil y prescindible, en un lugar adonde sabía que podía volver sin grandes ceremonias de reconquista, con la misma ligereza con que se despedía de ella al cabo de un par de horas para regresar con su mujer, dos pisos más arriba.
Así habían trasncurrido los últimos tres años en la vida de Anabel, desde aquel día en que el vecino del tercero, Juanjo, se presentó en su casa y con gesto abochornado le pidió el favor de saltar por su lavadero al patio interior, porque su anciano padre -ya tiene la cabeza perdida- se había dedicado en un descuido de Eugenia a tirar la ropa del tendedero. Mientras recogía la ropa, conversaron acerca de los sobresaltos provocados por la demencia senil, y siguieron hablando en la puerta, cuyo pomo sujetaba Juanjo, detenido en el ademán de despedirse para celebrar la feliz coincidencia de que Anabel fuera ATS.
No tardó en recurrir a ella en las crisis y episodios de ansiedad del padre que lo pillaban sin Eugenia en casa. Se asomaba al ojo de patio desde el lavadero, gritaba su nombre y sonreía aliviado cuando Anabel aparecía en su ventana y se ofrecía a subir. Juanjo se quedaba inmóvil detrás de ella, casi insignificante frente a la pericia de la enfermera y, al cabo de unos minutos, conforme comprobaba el efecto sedante que parecía obrar la presencia de Anabel sobre el enfermo, se deshacía en alabanzas, qué mano tienes, chiquilla, con media sonrisa y ojos traviesos, anda, ¿eh, papá?, lo haces a propósito para que venga esta enfermera tan guapa a ocuparse de ti, cada vez más explícito, más invasora la mirada.
Hoy, tres años después, Anabel se ha recluido en la habitación que da al patio interior. Se ha apostado en un sillón pegado a la ventana para acechar los sonidos procedentes del patio. Aguza el oído hasta distinguir fragmentos desprendidos de las frases que Juanjo intercambia con Eugenia en la cocina. Abundan las interjecciones mecánicas, las preguntas que no esperan respuesta, los silencios que no necesitan ser resueltos con una charla banal. Así conoce Anabel retazos dispersos del Juanjo casero, del marido corriente sumido en una convivencia liviana y cordial.
Anabel reclina la cabeza en el respaldo del sillón y llena de imágenes inventadas los ecos de los sonidos lejanos que se abren paso a través del patio interior. Juanjo abriendo la nevera, el chasquido metálico y el chisporroteo espumoso de la cerveza, el leve tintineo de un vaso. Juanjo en zapatillas, dando un sorbo largo a la cerveza y recorriendo con la lengua el labio superior para limpiarlo de espuma mientras se dirige al salón con un periódico doblado bajo el brazo. Juanjo con el ceño fruncido de lector concentrado, algún leve carraspeo, algún eructo ahogado tras un trago de cerveza. Juanjo ocioso, dedicado a los hábitos sencillos de la rutina o el descanso.
Anabel se queda dormida y arrastra al espacio del sueño las imágenes intuidas de ese Juanjo al que nunca va a conocer. Cuando despierte estará definitivamente resuelta a no franquearle más el paso ni a su casa ni a su corazón.
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