BLOG DE ADA VALERO
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viernes, 29 de enero de 2010

ANGIE


Angie era (y es) la mayor. Era fácil ser su hermana, sobre todo era fácil ser la que venía justo detrás y apurar la indolencia infantil que ella no siempre pudo disfrutar por tener que ser la responsable, la que cuidase de los más pequeños o se encargara de mantener el orden cuando mis padres no estaban en casa. Y qué bien lo ha hecho siempre, cuidar de mí... Empezó muy pequeña: sólo tendría seis años, como mucho, cuando la llamaron al aula de parvulitos para que me enseñase a saltar a la pata coja alrededor de la línea que circundaba la clase (qué terrible sentido de la pedagogía el de aquella maestra, que no supo ver su apuro, y el mío al percibir el de ella...). Era un poco cicatera con lo que mi hermano y yo considerábamos su gran privilegio de hermana mayor: ocupar la cama de arriba de la litera. Aquel era su reino secretamente envidiado, por eso cuando me permitía subirme allí con ella para jugar juntas con la Nancy, sentía el orgullo de los elegidos. Desde entonces no he dejado de sentirlo cuando me dedica su cariño. Ella tal vez no lo sepa, pero siempre la miré (y la admiré) desde un sentimiento que, por comparación, se parecía a la insignificancia: Angie era madura e independiente, Angie no parecía necesitar la aprobación externa para ser ella misma, Angie hablaba un inglés que me sonaba al más perfecto británico, Angie tocaba la guitarra y cantaba como nadie "The Boxer"... Con 17 años se fue a Estados Unidos por espacio de un año, dejándome un poco huérfana. Jamás olvidaré la imagen de su regreso: estábamos en esta misma casa donde aún vivo: me asomé al balcón cuando ella salía del coche en que la traían mis padres. En una mano llevaba su guitarra. Se había operado en ella una transformación que me la devolvía bajo una luz nueva, tremendamente favorecedora: ella, que antes había sido reservada y poco expresiva, había adquirido eso que se llama "mundo" y así creció mi admiración: Angie había ampliado horizontes y había sabido llevarse buenas prendas de ellos: la extroversión, la flexibilidad, la conversación rica y honda, una gracia incomparable para contar chistes y una vitalidad que no ha decaído en todos estos años y que la convierte siempre en la chispa de las reuniones familiares y de amigos, la capacidad de entusiasmarse, por muy descreída que se considere ella, y de contagiar su entusiasmo. Mi hermana es una casa luminosa y acogedora, un lugar al que siempre se desea volver; es cálida y confortable como esa chimenea que ha encendido hoy para entrar en calor; también es a menudo mi rasero, por el que mido muchos de mis actos con la prevención de quien no se siente segura de estar a su altura, pero con la certeza de que rellenará con cariño la desproporción, porque nadie como ella sabe ser indulgente cuando le toca ser juez de mis muchos desvaríos. Hace tiempo que es mucho más que mi hermana mayor: encarna como nadie la palabra hogar: es ese espacio donde una sabe que encontrará refugio y abrigo, un oído atento y un consejo sabio, buena música y emotividad a raudales.
La buena gente merecería tener una Angie como la mía en su vida. A mí me queda mucho que andar para merecerla, por eso agradezco tanto que me fuese regalada.
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