BLOG DE ADA VALERO
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viernes, 29 de enero de 2010

PENÉLOPE


Al romper el alba, la luz inundó de nuevo su balcón, volcado a la bahía. Como cada amanecer durante los últimos veinte años, Penélope descorrió las cortinas, se apoyó en la baranda del balcón y contempló el mar, clavando la mirada en el horizonte luminoso. Los primeros días, veinte años atrás, había sido la incredulidad la que guiaba sus pasos hacia el balcón: es verdad que en plena noche una voz conmovida le había informado del fatal accidente de su marido, que ella había identificado su cuerpo en el depósito, había cumplido todos los trámites mortuorios, recibido las condolencias y despedido finalmente a los allegados que la acompañaron durante el entierro. Pero en cuanto se vio de nuevo a solas, regresó con involuntaria naturalidad a los días anteriores al accidente, se instaló en la ceguera y renovó la esperanza de que su marido regresara al romper el alba. Si al principio fueron pasos sonámbulos los que la llevaban al balcón cada amanecer, pronto el terco itinerario se convirtió en un ritual que cumplía con la puntualidad del oleaje. Desde su balcón, aprendió a medir el tiempo en las transformaciones del mar cercano, en la sucesión dispar de temporales que teñían de ocre sus aguas, y de días de aguas mansas o de suaves ondulaciones, cuando en el horizonte se confundían los azules del cielo y del mar, después de haberse disuelto la calima.
Luego, alrededor de las ocho, abandonaba el balcón y corría la cortina para regresar a la realidad, adentrándose en la maquinaria eficaz de sus dias sin relieve. En ellos le esperaban las invitaciones de familiares y amigos: todos parecían desvivirse por distraer a la joven viuda. Menudeaban las llamadas y las visitas, propuestas culturales, encuentros en torno a una buena mesa, excursiones desenfadadas, tardes de cine y escaparates. Penélope las atendía con aparente docilidad, se dejaba enredar, y acudía a las citas con la vaga conciencia de que todos pretendían arrastrarla hacia el olvido, hacia la vida. Y la vida seguía encadenando días con semanas y semanas con meses, deslizándose ligera en su engranaje con la misma obstinación con que Penélope alimentaba a diario la esperanza y se encerraba en ella para asomarse con el alba al horizonte.
También hoy, al romper el alba, la luz ha inundado de nuevo la bahía de su balcón. Penélope descorre las cortinas, atraviesa el ventanal: la amplitud del horizonte difumina los contornos de esa cárcel que es su sueño. Los años han consolidado sus muros, su balcón ha adquirido la calidad de una fortaleza ante la que han ido rindiéndose todas las lealtades del pasado. No hacen falta evasivas: ya no quedan pretendientes a los que entretener mientras ella prolonga el laborioso tejido de su memoria.
Al dar las ocho, abandona el balcón: el mundo llama. Con la coquetería del pasado intacta, elige su vestido y dispone sobre la cama los complementos. Tras la ducha, se embadurna concienzudamente el cuerpo de loción reafirmante frente al espejo.
Pero hoy sus manos se recorren la piel con una lentitud nueva. Cierra los ojos, deteniendo la mano sobre el vientre y moviéndola luego hacia arriba, a través del pecho, por el cuello en dirección a la barbilla, que abandona a continuación para extender la palma sobre el pómulo y seguir su tanteo por la frente. Alarmada, abre los ojos y descubre en el espejo la imagen de una mujer por la que han pasado veinte años, arrasando su piel.
Pronto, el balcón volcado a la bahía estará desierto, las habitaciones vacías, las paredes desnudas. En su nueva vivienda, Penélope sigue tejiendo, felicitándose por haber recobrado la lucidez a tiempo de descubrir a la vieja en que se ha convertido y de ocultarse, para que el joven Ulises a su regreso no la encuentre asomada al balcón.
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