BLOG DE ADA VALERO
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sábado, 30 de enero de 2010

BARCELÓ, OBRA AFRICANA


Deambulaba contrariada por la sala de exposiciones. Detuvo el paso frente a un grupo de acuarelas. Muchacha encinta en el mercado, leyó. El colorido intenso de las imágenes le llenó los ojos, hundidos hasta entonces por las luces opresivas del neón. Enseguida le asaltó una oleada de evocaciones involuntarias, plantándole escenas antiguas ante los ojos del recuerdo, tan nítidas como las acuarelas que contemplaba. La sala se fue transformando al ritmo que se desplegaba la memoria. En el instante siguiente, Málaga quedaba ya tan lejos como el África negra retratada por Barceló: se veía recorriendo los pasillos de aquella academia en una pulcra ciudad del sur de Alemania. Acababa de cumplir 19 años y saboreaba a fondo el vértigo de la lejanía y del descubrimiento. El gélido invierno alemán, los cielos interminablemente plomizos, los sonidos cortantes de aquel idioma endiablado, todo lo acogía con curiosidad, porque vivir era todavía atravesar estaciones de paso con una gratificante sensación de transitoriedad.
Al llegar la tarde, cogía el tranvía en las concurridas calles del centro y se bajaba en la estación de Littenweiler, a pocos metros de la academia donde aprendía alemán. El aula era su Babel particular, un reducido segmento del mundo: europeos de tez pálida junto a palestinos de piel canela; kurdos, iraníes, africanos, hindúes, latinoamericanos, japoneses... Todas las razas, las lenguas más variopintas reunidas en torno al círculo que trazaban los pupitres, sobre el todavía inhóspito suelo del idioma alemán.
Nunca volvió a ser su vida tan vertiginosa ni tan apasionante como lo fue durante aquellos meses en el espacio multicolor de un aula donde aprendió mucho más que un idioma: que a veces se agotan las fronteras, que vivir puede ser sinónimo de huir, que no hay anfitrión más solícito que el que ha sido fugitivo ni risa más franca que la de quien ha tenido muy cerca la desgracia.
Allí conoció a Mersad y vio por primera vez las cicatrices que deja en la carne la metralla, adivinando sólo las que deja en el corazón; allí charló a duras penas con Hassan y escuchó por primera vez el nombre de Kurdistán, pronunciado con la larga pesadumbre del apátrida; allí imitó las frases en esperanto que oyó de labios de Nasser, el iraní cristiano huido de su país tras la revolución islámica; allí aprendió con Bora y con Anani las contorsiones imposibles de los bailes africanos y comió a su mesa como lo hacían ellos, con las manos, un puré tan picante que le llenó los ojos de lágrimas y la boca de pequeñas llagas, mientras Anani se desternillaba de la risa.
La muchacha encinta en el mercado tiene las redondeces de Bora, su mismo pelo crespo, su mismo largo cuello. Y aunque el pincel no ha mostrado su boca, sabe que se reirá como se reía ella cuando bailaba, con esa misma risa franca, sonora, de enormes dientes blancos.
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