BLOG DE ADA VALERO
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viernes, 29 de enero de 2010

MORDIENDO LA VIDA


A aquellas horas, recién cumplido el amanecer del domingo, la autopista costera se le ofrecía desierta, como un infinito corredor de asfalto extendido sólo para ella entre lomas suaves, frente al mar cercano. Por las ventanillas bajadas se arremolinaba el aire cálido de mayo, despeinándola. Isabel conducía dirigiendo hacia el horizonte luminoso los ojos maltratados por el largo encierro. Se extasiaba en la mansedumbre clara del mar. De vez en cuando, estiraba el cuello, movía lentamente la cabeza adelante y atrás, la giraba cuidadosamente a derecha e izquierda, temiendo aún una nueva punzada del dolor agudo que le había recorrido la nuca durante los últimos tres meses. Después se aflojaba el cuello de la blusa, celebrando la caricia del aire, y se recorría con dos dedos prudentes la cicatriz, todavía azulada y desigual.
Aceleró. En la radio, Fito cantaba La vida es algo que hay que morder, e Isabel sumó su voz con un grito a la canción, y en cada boca tiene un sabor, al tiempo que volvía a pisar el acelerador y palmeaba la melodía sobre el volante. La creciente velocidad le vibraba en el estómago, regalándole un vértigo placentero.
Hoy regresaba a su casa, abandonada tres meses atrás para someterse a una complicada operación quirúrgica en la columna. La larga, dolorosa convalecencia, había transcurrido en casa de sus padres, en aquel caserón desportillado que había contagiado la propia decrepitud solitaria a sus habitantes. La presencia envolvente de sus padres le había deparado la misma asfixia que recordaba de la adolescencia, pero matizada esta vez por una tenaz melancolía, por la triste anticipación de la pérdida. Se ahogaba y se entristecía alternativamente, sintiendo que sus padres se le perdían en la inminencia de la vejez, en la debilidad de sus piernas, en el titubeo continuo de sus manos temblorosas, en sus crecientes ensimismamientos. Sobre todo los sentía perdidos por la ausencia de aquella ternura antigua que presenció en la niñez, transformada ahora en monosílabos huraños, en gestos breves donde traslucían el fastidio o la desgana. Su forzosa inmovilidad la obligaba a contemplarlos, dos extraños alejándose a la misma velocidad con que ella recorría ahora la autopista de la costa. Por eso, solía cerrar los ojos y se recreaba en recuerdos lejanos, deseando detener el tiempo, y en aquel ejercicio de memoria escogía siempre alguna imagen de algún febrero, allá por los años setenta: volvía al mediodía del colegio, siempre despeinada y con su uniforme azul marino de las Esclavas, pero al sonido del timbre era su padre quien abría la puerta. En febrero su padre se tomaba el mes de vacaciones. No hacían nada especial, no había viajes, ni mudanzas, ni excursiones, pero el regreso a casa se teñía de una emoción singular, porque su padre estaba allí y era quien abría la puerta con una sonrisa de bienvenida y un abrazo. En casa reinaba un alborozo desacostumbrado: su madre dejaba de ser la mujer atareada y huraña que le abría la puerta en enero, marzo o abril, se transformaba y parecía más joven, más guapa en la distensión de sus gestos y en la prontitud de su sonrisa. Ahí habría detenido el tiempo Isabel, en aquellos besos de febrero que se daban sus padres en la cocina o por los pasillos y que ella espiaba con la alegría que provocan los mundos intactos.
Si esto es como el mar, quién conoce alguna esquina, seguía cantando Fito en el momento en que Isabel tomaba la curva tras una alta loma a 140 km/h. Al salir de la curva, la luz intensa del sol le golpeó en los ojos y la deslumbró. Isabel mantuvo el pie sobre el acelerador con el corazón desbocado por el vértigo y condujo a ciegas, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la luz. No tuvo miedo: se entregó a la ceguera sin reservas, sabiendo que, si salía de ésta, empezaría a vivir mordiendo la vida.
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