BLOG DE ADA VALERO
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viernes, 29 de enero de 2010

UN PEQUEÑO VIAJE QUE CAMBIÓ UNA VIDA


Su tía lo había recibido de nuevo con un pescozón y un tirón de orejas. Qué horas son éstas, había vuelto a gritarle mientras le arrebataba la bolsa y revisaba ansiosamente su contenido, para acabar, como solía, exasperándose: ¿Esta miseria es lo que te han dado en el Auxilio Social? Nacho, entonces, se encogía de hombros y encorvaba la espalda, a la espera del consabido pescozón.
Después tocaba la larga letanía de reproches, que si la suciedad pegada a los raídos pantalones, que si los rotos, que si la eterna esclavitud de los remiendos, mientras el niño se obstinaba en el silencio, los labios apretados y la cabeza gacha. Sabía que en breve el enojo de su tía se transformaría, dando paso a las lágrimas, al desconsuelo, hasta desembocar siempre en desquiciados arrebatos de piedad que a él le escocían más que los reproches y los golpes: lo sentaba sobre sus rodillas, lo besuqueaba, todavía llorosa, lo apretaba contra su pecho y le acariciaba la cabeza rapada, compadeciéndose de él, de su cuerpo flaco y menudo, maltratado por la intemperie, de sus ropas raídas, de su orfandad.
Aquella mañana, como todas las mañanas desde el final de la guerra, había acompañado a su tía hasta la puerta del hospital de Maudes, donde ella trabajaba. Atravesaban afanosamente las desoladas calles y, dando continuos traspiés, sorteaban a duras penas los escombros y los boquetes del empedrado. Se despedían hasta la tarde al pie de la escalinata de la entrada. El niño solía permanecer allí clavado durante unos minutos, viendo desaparecer a su tía tras las puertas, esperando tal vez una última mirada, un gesto inconfundible de ternura que lo confortara, quizás simplemente intentando hacer acopio de la fortaleza que rara vez le asistía, demasiado escurridiza para sus nueve años. También para Nacho empezaba entonces la jornada, destinada a guardar cola ante los establecimientos del Auxilio Social.

Aquella mañana, sin embargo, el niño echó a correr en cuanto su tía entró en el hospital y no paró hasta alcanzar el peldaño saliente de un tranvía, al que se encaramó de un salto. Celebraba el recorrido clandestino alzando el rostro al viento, con los ojos cerrados y un brazo extendido en el aire. Al llegar al barrio de Lavapiés, se apeó y anduvo con paso firme hasta dar con el bar del señor Manuel. Entró resuelto, esbozando una sonrisa de ingenuidad a la que correspondió el tabernero. Señor Manuel, que vengo de parte de mi tía, que si le puede usted fiar una peseta y esta misma tarde se la devuelve. El hombre salió jovial de detrás de la barra, saltando sobre la muleta que sustituía su pierna amputada. Nacho sabía que el tabernero estaba en deuda de gratitud con su tía por los cuidados que le dedicó en el hospital, cuando se debatía entre la vida y la muerte, después del bombardeo en que perdió la pierna. La euforia le brincaba en el corazón al salir de la taberna en dirección a la estación de Atocha, estrechando en el puño la peseta que guardaba en el bolsillo. Compró un billete a Aranjuez.
Sentado en un vagón de tercera, un niño flaco, con la ropa llena de remiendos y la cabeza rapada, recorre con la mirada el paisaje que va dejando atrás al ritmo que el tren avanza, incrementando paulatinamente la velocidad y alejándolo de la ciudad sitiada por los escombros y el hambre, de los tullidos que cuida su tía, de las interminables colas diarias a la intemperie, de los pescozones y los reproches y los lamentos. Pronto repararán en él, en el presumible desamparo de sus nueve años, y lo obligarán a regresar, pero todavía no, todavía es un niño con un sueño intacto y la voluntad empeñada en la esperanza.
***
(Basado en los recuerdos de la infancia del padre de Elvira Lindo)

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