BLOG DE ADA VALERO
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viernes, 29 de enero de 2010

EL RASTRO DEL HIELO


En febrero saldría de cuentas su hermana Isabel. Habían transcurrido siete años de silencios rotos periódicamente y periódicamente retomados: alguna postal con paisajes nevados, alguna llamada cargada de fórmulas mecánicas disfrazando las frases omitidas. A finales de agosto había recibido la primera, la única carta, franqueada en Basilea. Dentro, una escueta cuartilla, el ruego de que no informase a sus padres y una imagen de ecografía, primera vislumbre del que sería su futuro sobrino.
Alicia decidió estar a su lado: ¿compromiso moral?, ¿necesidad de recomponer aunque fuera artificialmente una normalidad de hermanas unidas en la distancia? Confiaba en que Isabel no rechazaría su ofrecimiento: la inminente maternidad habría obrado sin duda algún apaciguamiento, al fin y al cabo nadie que no desee ser encontrado envía una imagen de ecografía dentro de un sobre con unas señas precisas.

Se aventuró a seguirlas sin anunciar la visita.

Una vez en Basilea, recorrió el centro apretando el sobre con la dirección de su hermana en el bolsillo del anorak, como apoyando en él su ánimo. Andaba a pasos cortos, insegura sobre el empedrado resbaladizo por efecto de la helada. La oscuridad plomiza del cielo le robó la noción del tiempo mientras se internaba sin prisa, en un vagabundeo inconsciente, por callejuelas deshabitadas. Se obligaba a una curiosidad en realidad postiza, prolongando el paseo a pesar del frío que le oprimía la frente y le dolía con un escalofrío punzante al penetrar por la nariz. Se paraba ante los numerosos escaparates diminutos de los anticuarios, concentrada en atrapar la esencia del decorado urbano, ese detenimiento primoroso y un tanto kitsch en el detalle, que pronto le pareció el principal atributo de la ciudad en la que se ocultaba su hermana: ventanas minúsculas con visillos a media altura por cuyos encajes se filtraban tenues luces, farolillos de hierro forjado en las esquinas, rótulos en caracteres góticos, fachadas veteadas de madera oscura, tejados abuhardillados, pequeños comercios con una fecha dorada de principios de siglo en los frontales, profusión de pastelerías llenando el aire con aromas de canela y jengibre...

Por aquellas callejuelas se adentraría también Isabel: le parecía verla, cómoda en la simbiosis de su cuerpo menudo, ajustado al escenario minimalista de la ciudad; cada día un poco menos fugitiva, ahondando raíces a través de su cuerpo abultado. Caminaría resuelta, con el paso firma de quien se ha habituado a los pavimentos helados, sin nostalgia, empeñada en la lejanía y sin sentir el frío , ella que tanto sabía del hielo abriéndose paso a arañazos desde el vientre hasta instalarse en el corazón.
Alicia se detuvo frente a la entrada, indecisa. Mantenía la mano en el bolsillo, apretando el sobre con las señas que acababa de localizar. Le diría a Isabel que había venido a ver nacer a este hijo. Quería prestarle su mano para que la apretara en medio del dolor y escuchar luego el estallido del llanto de su sobrino, y ver cómo se calmaba cuando Isabel lo estrechara contra el pecho, entre sus brazos.
Pero sólo se decidió a presionar el timbre cuando comprendió que en realidad venía sobre todo a afrontar junto a ella un recuerdo que les concernía a las dos: el recuerdo de Isabel, ocho años más joven, una adolescente de mirada helada conducida en camilla al paritorio, mientras sus padres y ella permanecen mudos en la habitación; el padre, ceñudo, todavía profundamente ofendido; la madre demasiado amedrentada para llorar; Alicia incómoda, participando a intervalos de los sentimientos de ambos.

Desde entonces, la ha imaginado muchas veces: la soledad del dolor entre los aspavientos de una matrona que esconde su piedad tras la indignación por esas caderas aún demasiado estrechas; la extenuación; el arañazo del hielo mientras escucha el llanto de su primer hijo, alejándose hacia el consuelo en otros brazos maternales.

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