BLOG DE ADA VALERO
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jueves, 28 de enero de 2010

EL JOYERO


Hace tiempo que ha dejado de asomarse. Ya no pega los ojos al cristal, dejándome esa huella cálida de vaho que quisiera poder retener siempre un poco más, ni juega con el botón para escuchar el breve timbre de la apertura, ni revuelve alegremente mi contenido. Fui su primer regalo y la promesa de muchos más. Alberto me entregó con un gesto lento, solemne, en sus ojos estaba todavía ese brillo entre emocionado y expectante, un aviso de sonrisa. Te voy a tener como a una reina, fue lo que le dijo, y aquí guardarás las joyas de tu corona. Eva dio palmas, soltó una de sus suaves carcajadas, dibujó un gesto infantil de sorpresa e impaciencia por deshacer el envoltorio y cuando me tuvo entre sus manos e hizo girar la apertura, me abrí con un tín que quiso ser dulce, le mostré mi interior desnudo y comprendí que en el momento que introdujera su mano en él, sería suyo para siempre y ella, ella y sus manos buscando unos pendientes o un collar, ella y sus ojos inspeccionando el contenido, recreándose en la contemplación de la nueva joya que le ha regalado Alberto, ella y su aliento empañándome el cristal, serían la razón de ser de mi futura existencia. ¡Pero es enorme!, recuerdo que exclamó, halagándome como sólo ella sabía hacerlo antes de la época en que Alberto empezó a traerle alguna fruslería para calmar su mala conciencia. El tamaño debía darle una idea de lo mucho que la amaba. Él no se acuerda, pero yo sé aún que al principio nada era demasiado para su proyecto de reina de Saba, y no se me olvida su mirada de cordero degollado mientras le contestaba que debía ser grande para que cupieran en mí todas las joyas que pensaba regalarle en todos los años que permanecería a su lado, loco por ella, como hoy, como el primer día, le aseguró.
Pero el de los años a su lado he sido yo. Sobre la cómoda, leal, paciente, inmóvil, sólo yo he permanecido como entonces, como el primer día, aguardando las fiestas y las salidas a cenar, los aniversarios, las ocasiones especiales, esperando hasta sentir sus pasos acercándose... Qué guapa se ha puesto hoy, con ese vestido le irían de maravilla los pendientes de zafiros a juego con el colgante que resalta sus clavículas tostadas. Me abre y me las apaño para que tarde en dar con ellos y así poderme recrear en el aroma de su mano, ya perfumada. La felicidad es la prolongación de la búsqueda, cuando está indecisa y me acaricia las entrañas, dudando antes de elegir la joya adecuada; o la certeza del regreso, cuando llega de la fiesta y sus gestos tienen la lentitud del sueño, y me abre con la suavidad que le proporciona la somnolencia para guardar esas joyas en las que a veces me parece que aún perduran el calor y el olor de su piel.
Pero hace tiempo que ha dejado de asomarse. Ya apenas se recrea en la contemplación de mi interior: cada joya desata un recuerdo que desemboca en una nueva amargura, mientras a mí me araña el frío de los metales preciosos y se me clavan las aristas de las piedras, llenándome las entrañas de heridas iguales a la suya.
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