BLOG DE ADA VALERO
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jueves, 28 de enero de 2010

CITA A CIEGAS


Descubrió el rostro de Adela, su mujer, entre la marea de viandantes que desfilaban ante la cristalera de la cafetería. El primer sorbo de café le había abrasado la lengua en el preciso instante en que identificó la mirada ansiosa de Adela y el ademán enérgico con que se atusó la impecable melena mientras contemplaba fugazmente su reflejo en la cristalera. Apenas acertó a hilvanar una excusa plausible. Los goznes de la puerta que acababa de atravesar su mujer aún chirriaban cuando descubrió en sus manos el pactado paraguas de cuadros escoceses al mismo tiempo que ella miraba con estupor las pactadas gafas de él sobre el pactado suplemento dominical.
Había estado esperando ansioso la llegada de la cautivadora Reina Ginebra que le había salido al encuentro en la pantalla del ordenador ocho meses atrás, cuando por fin se atrevió a identificar la asfixia que se había apoderado de sus días y se aventuró a visitar un chat con más curiosidad que convicción.
Más que la rutina embrutecedora del trabajo, le venían perturbando la sucesión monótona de los días planos, unos iguales a otros, el modo anodino en que el tiempo resbalaba por él sin depararle sorpresas, el hastío que le provocaban las dimensiones invariables de su mundo, tan de sobra conocido que habría podido recorrerlo a ciegas sin el menor tropiezo ni sobresalto. Se ahogaba: era el rehén de sus propios hábitos, de vínculos que habían adquirido la calidad insoportable de las cadenas. El regreso al hogar cada tarde desataba en él una marea de frustración que apenas lograba disimular, así que dedicaba los mayores esfuerzos a aislarse, inventando ocupaciones que acaparasen su atención o simplemente buscando la soledad imprescindible para descansar su ánimo. Se recluía en su despacho con el regocijo de un indultado; sólo tenía que cerrar la puerta tras de sí y era como evadirse de una cárcel, escapar a una isla donde la soledad tuviera la forma exacta de su deseo, no esa sensación angustiosa de estar solo en compañía de Adela, cada día menos compañera y más contrincante.
Se agergó al chat con un nick ridículo que cambió después de la primera conversación cibernética con Reina Ginebra, en la que reconoció los mismos síntomas de asfixia existencial que le ahogaban a él.Un día después, convenientemente rebautizado como Sir Lancelot, alargaron la charla y ahondaron en las confidencias. Reina Ginebra, como él, intentaba evadirse de una cárcel similar a la suya, del mismo hábito del hastío, deseosa de darse un respiro antes del obligado regreso a las dimensiones invariables y de sobra conocidas de su mundo.
Cautelosos, necesitaron ocho meses para atreverse a traspasar los límites de la Red, porque más que los riesgos del adulterio, temían el desencanto de la revelación, la posibilidad de que la realidad oscureciera el brillo de lo que llevaban tanto tiempo compartiendo en sus pantallas de ordenador.

Siguió con la mirada el movimiento de Adela depositando el paraguas de cuadros escoceses sobre la mesa. Después, se miraron largamente, con ojos en los que la sorpresa se diluía, trasnformándose en suavidad. Hola, reina, acertó a pronunciar él antes de levantarse para retirarle la silla con la cortesía de sus primeras citas.
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