BLOG DE ADA VALERO
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jueves, 28 de enero de 2010

LA CAJA


Fue mi abuela quien descolgó el teléfono una mañana de domingo y, en cuanto comprendió que la llamada procedía de Alemania, me la pasó. La voz desconocida dijo ser mi tía Anette, la única hermana de mi padre, y me comunicaba su fallecimiento. Había expectación entre el ligero temblor de sus palabras. La supuse impaciente por comprobar cómo acogería la noticia del paro cardiaco de aquel hombre de quien yo sólo tenía el apellido, algunos rasgos físicos y la larga experiencia del abandono. Me sentí torpe en la obligación de mostrarme afectada. ¿Esperaba de mí algún dolor? Nada de eso. Había recuperado mi sitio en el mundo: al fin era declarada huérfana quien llevaba tantos años siéndolo.
Me habló de una caja con pertenencias de mi padre franqueada en la estación de Dreisamtal. Había dispuesto en su testamento que se me hiciera llegar.
Desde la llamada transcurrieron tres semanas y cuatro días, tiempo de sobra para llenar, vaciar, volver a llenar y volver a vaciar la caja de mi padre en mi imaginación. En ella habría sin duda cartas: un padre que abandona a una hija seguro que tiene mucho que decir y yo apostaba a que más de una carta empezaría lamentando las limitaciones del lenguaje, la impotencia de las palabras, ya se sabe, un "no sé cómo explicarte para que me entiendas" o "qué puedo decirte que te convenza de que no tuve otra salida".... fórmulas por el estilo, la habitual palabrería de un moribundo con la necesidad de descargar su conciencia. ¿Qué más? ¿Qué más le deja un padre-ausente-que-sabe-que-se-va-a-ausentar-definitivamente a la hija abandonada? Las joyas de la familia, tal vez, el anillo de pedida prehistórico heredado de generación en generación, eso une mucho. Y fotos, sí, estaba convencida de que habría fotos en el interior de la caja, imágenes de la trinidad perfecta que fuimos alguna vez, padre, madre e hija, yo todavía en brazos probablemente, ellos sonrientes, cuánto nos queremos, qué felices somos, qué completos ahora que hemos sellado nuestro amor con esta hija... ¿Y libros? Quizás, como buen alemán, algún volumen de cuentos de los hermanos Grimm, de esos que nunca me leyó antes de dormir, qué fallo imperdonable, con lo que ayudan los cuentos al desarrollo afectivo, cognitivo y emocional de los hijos... Hänsel y Gretel, por ejemplo, qué adecuado, mira que si abro la caja y me la encuentro llena de miguitas de pan... ¿Y discos? ¿Qué música escucharía mi padre en sus ratos libres? ¿Sería el tipo intelectual amante de los clásicos, los alemanes a la cabeza, o le tirarían más las figuras del jazz y el blues? O tal vez fuera más bien un progre trasnochado, superviviente del flower-power... La verdad es que contra una buena colección de discos no tendría nada que objetar.
¿Y qué más, a ver? Algún cuadrito de los que adornaron su casa de padre desertor, quizás, o diarios de pensador amateur con complejas reflexiones sobre la vida y sus vaivenes, o su vieja estilográfica, o sus gafas, o los gemelos que le regaló mi madre cuando se prometieron, o las cartas de amor que se escribieron en los tiempos de ausencia...
Tras tres semanas y cuatro días de fantasear sobre el contenido de la caja, encontré en el buzón el volante amarillo de la oficina de correos anunciándome la llegada de un envío procedente de Alemania y el plazo de dos semanas para pasar a retirarlo.
Esperé, ya lo creo que esperé, presa de la rabia, del resentimiento acuñado durante veintidós años, del deseo de vengarme abandonando su caja en el almacén de una oficina de correos como él me abandonó a mí. Dejé que el tiempo pasara y al cabo de seis semanas me presenté en la oficina de correos con mi volante amarillo. Demasiado tarde, me dijo con indiferencia la chica de la ventanilla, el paquete ya ha sido devuelto.
Simulé una mueca de contrariedad y abandoné la oficina. Pues eso, papá, demasiado tarde. Una pena por la colección de discos.
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